El intendente

 

 

 

Quousque tándem abutere, intendente, patientia nostra.

El intendente escuchó la frase, mientras fumaba uno de sus habanos, sentado en el sillón giratorio de su oficina con la vista perdida a través del ventanal, observando el lento atardecer sobre la laguna. Algunas garzas todavía se entretenían buscando comida sobre la superficie del agua, mientras unos patos se refugiaban entre los juncos

El reflejo en el ventanal le devolvía la imagen, a sus espaldas, del Doctor parado en medio de su despacho. No necesitó darse vuelta para observarlo en detalle. La imagen difuminada en el reflejo del vidrio, era más que suficiente para imaginarlo en un fino traje de corte inglés, con chaleco haciendo juego. El vaho en el aire apestaba a perfume importado, más acorde a un salón de Buenos Aires que a un pueblo de provincia.

-¿Y qué me viene con esta frase, Doctor?

El Chato Juarez recostado sobre la puerta de entrada del despacho, observaba toda la situación mientras se acicalaba con el cortaplumas la mugre debajo de las uñas. Tal vez restos de sangre, luego de cumplir el encargue que le mandara a hacer el intendente temprano por la mañana. El Doctor conocía al Chato. Era la mano derecha del intendente y más de un rengo en el pueblo, era obra de Juarez. A patadas o con la pistola, la que llevaba siempre medio oculta entre el cinto y la panza.

 El Doctor comenzó a dudar de haber seguido las instrucciones de los de su partido. Tener la cortesía de informar al intendente, del discurso que iba a dar la semana siguiente en el Concejo.

-No pensé que iba a tener las pelotas para venir hasta acá. El Chato me avisó, pero no le creí.

El humo del habano sobre la ventana hacía que la laguna quedara como en una niebla.  Pero la tarde de primavera era perfecta, los patos seguían moviendo los juncos y ya no había garzas.

_Vida fácil la de los patos. ¿No le parece Doctor?  Solo tienen que preocuparse por los escopetazos de los cazadores. O algún zorro.

El Doctor tenía las ínfulas de todo universitario formado en la capital. Era el as de espada de la oposición. Culto, con buena oratoria, un buen partido para las ricachonas del pueblo menos por un detalle: era un social demócrata.

-El Chato fue hoy temprano a ver al presidente de su partido. ¿No le dijeron nada?

En forma parsimoniosa, hizo girar la poltrona y quedando de frente al Doctor, ladeó su cabeza levemente y le preguntó al Chato:

-¿Tenemos otro rengo en el pueblo Juarez?

-Y más también Don Saralegui.-hizo un esfuerzo enorme para contener la risa-

-¿Las elecciones son en seis semanas y me quiere venir a correr con unas palabritas raras? ¿Con un discurso la semana que viene en el Concejo? Encima me lo trae como una ¿atención?  ¿Pero quién carajo se cree, Doctor?

 Recostado todavía contra el marco de la puerta de entrada a la oficina, El Chato se acomodó el cinto y acaricio las cachas del 38.

-No me molesta que haya venido. Me revienta que lo mandaron al muere. Sacrificaron la mejor carta en la primera mano Doctor. ¿me va a decir que no se dio cuenta?

No podía articular palabra. Se le habían ido todas las ideas. Había quedado enceguecido con el discurso que había escrito la noche anterior. Una pieza oratoria digna de retumbar en las paredes del Congreso Nacional y no en un pueblo de provincia. El intendente tenía razón, Valverde lo había tirado a la jaula del león y se había quedado con la llave.

-De leyes sabrá mucho, mi querido amigo, pero de política nada.

Mi querido amigo no era una frase alentadora

-Yo le doy a este pueblo todo lo que necesita y solo pido una cosa a cambio: el voto

-¡Cantado!

La palabra salió como escupida de su boca, sin pasar por el filtro de su cabeza.

El pestillo del 38 sonó casi como un disparo en la nuca del doctor.

-¡No Chato, no!-No se dieron cuenta, pero se había meado- Por el día de hoy ya tenemos los rotos suficientes en el pueblo. Además el Doctor ya se está yendo con su discurso a otra parte.

Cuando estuvo solo, se incorporó del sillón y fue hasta el bar que se había hecho colocar entre los anaqueles de la biblioteca. Se sirvió una copa generosa de caña y la saboreó junto con el humo del habano. Agarró una pequeña escalera que reservaba para llegar a los anaqueles superiores y con cierta dificultad, trepó al último escalón y tomó el libro. No estaba muy a la vista. Tapas duras y verdes, con una tipografía en dorado. Una edición de lujo: Discursos de Cicerón.

Volvió a acomodar el sillón mirando otra vez hacia la laguna con el libro sobre sus piernas. El crepúsculo sobre la superficie del agua marcaba el fin del día. Los juncos ya no se movían. Dos zorros colorados aparecieron furtivos por la orilla.

 

 

 

 

 

 

 

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