La mirada

 

 

Siempre que iba a lo de la gringa a ver a Jenny, pasaba lo mismo.

- ¿Y querido, qué te parece? ¿Cuánto más me va a durar?

Había operado a Jenny, una mestiza de Ovejero Alemán, unos 14 meses atrás: útero, ambos ovarios y un tumor mamario considerable. A pesar de sus 12 años había soportado  todo el proceso, pero yo ya sabía que Jenny lentamente estaba dejando de dar pelea. Todo ese tiempo extra que le había dado la cirugía pareció haber sido suficiente para ella: 14 meses más vividos junto a su dueña.

-Mirá querido, ya sabés, no me la hagas sufrir. Vos me conocés

En esa frase, dicha con su voz medio quebrada y ronca de tanto cigarrillo negro fumado en guardias nocturnas, reverberaba el eco de su ejercicio profesional como enfermera.

-Quedate tranquila gringa, todavía no.

En estas ocasiones obviaba la palabra eutanasia ya que una dueña como ella, no necesitaba muchas explicaciones ni lingüísticas ni desde el sentido común; pero la aclaración del significado, en algunas personas, a veces producía como una epifanía: buena muerte.

 Por eso, a pesar de tantos años en el consultorio, trato de acercarme a este tipo de situaciones como si fuera la primera vez, sin estandarizar el procedimiento siendo que cada paciente, al igual que los dueños, necesitan su debido tiempo.

-¿Yo te conté querido lo del hijo de re mil putas del Doctor Quiñones? Luego impostaba la voz y miraba a un punto fijo en la penumbra repitiendo: ­­El Doctor Quiñones.

Claro que me lo había contado, más de una vez en estos últimos meses. Pero no decía nada, no ­podía creer la impunidad y soberbia de algunos médicos.

El reconocido cirujano y respetado oncólogo, Doctor Quiñones, era una máquina de operar cadáveres desahuciados y comidos por el cáncer. Sin posibilidad ni conocimientos para negarse a sus propuestas, la mayoría de los familiares accedían a cirugía tras cirugía, tratamiento sobre tratamiento; una situación de poder extremo que era aprovechada por Quiñones con el único fin de seguir cobrando honorarios

-Gringa, mañana a las siete de la mañana tené preparado al viejo de la cama cinco que hay que abrirlo de nuevo.

-¿Otra vez, Doctor? Lo operaron hace dos semanas.

-Quedate tranquila gringa, PAMI ya aprobó todo, mirá que al mediodía tengo que ir a jugar al golf.

Claro que estuvo preparado, pero para la casa de sepelios. Durante su guardia nocturna, la gringa tuvo lástima de ese cuerpo cansado de vivir. Un suero de dextrosa con la combinación de distintos fármacos, hizo el trabajo que la piedad del médico no: inducir un coma farmacológico para acceder a una buena muerte, digna.

A la mañana siguiente, Quiñones estaba que explotaba. La gringa lo insultó de todas las formas posibles y todavía se comenta por los pasillos del hospital, a pesar del tiempo que ya había pasado de la anécdota, que esa mañana al Doctor el tiro le había salido por la culata y que fueron tantas las barbaridades que la gringa le había dicho hasta el estacionamiento, que éste decidió que era tiempo de tomarse una buena licencia. Después de todo había que mantener la reputación.

-¿Hoy sí querido, ya es hora?

-Sí gringa, hoy sí, ¿te querés quedar?

El gesto negativo de la cabeza, los ojos vidriosos y el pañuelo estrujado en una mano fueron más que elocuentes. Mientras la gringa va a la cocina a fumar un cigarro, yo me quedo con Jenny que está echada y rendida, pero todavía atenta en la sala del comedor. Mientras le doy un tranquilizante para que no sienta ni la más mínima molestia, noto que me está mirando. Entonces le sostengo la mirada y le acaricio la cabeza y me resulta casi imposible no humanizar ese instante.

Con el tiempo aprendí a interpretar esa mirada y entonces tuve la certeza de que no era una mirada inquisidora, como de reproche, sino más bien de consentimiento.

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