2000 gramos

 

 

 

Ya lo tenía decidido. Iba a dejar el auto preparado para poder salir esa misma noche. No era la primera vez que iban a hacer un viaje tan largo. Los primeros viajes al sur, fueron siempre con toda la familia. Pero a lo largo del tiempo, eso quedó solo para ellos dos. De todos modos no había mucho para preparar. Una mochila mediana, las viandas en una conservadora, dos termos: uno con agua caliente y el otro con café. En el camino luego harían recargas. Solo tenía que definir si viajaba con ella adelante.

A las seis de la mañana paro en Bahía Blanca a cargar nafta y estirar las piernas.

- ¿Te acordás? Después de ir al baño iban directo a los juegos. No había forma de hacerlos subir otra vez al auto.

Giró su cabeza y le sonrió, agradecido por haberle recordado ese momento. Más de 1700 kilómetros para encontrar un pedazo de cielo, al borde del paraíso. Porque eso había significado siempre, para ellos dos, el Bolsón de los Cerros. Un lugar donde conectar, donde el tiempo nunca era un tirano y donde la promesa de estar siempre juntos en ese lugar, aun se mantenía en pie.

El auto devoraba kilómetros y sin embargo parecía no moverse. Para no quedarse dormido seguía usando los mismos trucos de siempre, los matorrales de allá lejos se convertían en una referencia para poder mantener la atención y una vez dejados atrás nuevamente elegía otros.

La sensación de no movimiento en esa recta infernal de la ruta 22, lo llevaba a los pensamientos más

insólitos: desde imaginar un oasis a la vera del camino o bien la aparición de un muro con un portal, custodiado por los demonios del infierno.

_Solíamos dejar el termo de mate para este momento. Cuidábamos el agua caliente como un gran tesoro.

Meneo la cabeza mientras hacía movimientos con sus brazos y cuello, para descontracturarse. Es cierto, pensó mientras seguía manejando, hay que atravesar el infierno para poder llegar al paraíso. Pero el paraíso ya no era el mismo. Dejó atrás el Alto Valle y la ruta, después de Choele-Choel, se hizo lentamente más atractiva. Cuando llego a la zona de las chacras frutales, el otoño se vislumbraba en todo su esplendor. 

_ ¡Qué lástima que nunca vinimos en otoño! La paleta de colores de los arboles parece pintar mi alma.

¡Tarde! -Pensó otra vez-.

Un mismo paisaje, la misma ruta, otro auto; todo parecía lo mismo y sin embargo nada era igual. Podía describir el entorno casi con los ojos cerrados, pero al abrirlos iba a descubrir que esos álamos de tonos amarrillos, ocres y violáceos apenas reflejaban su estado de ánimo. En otro tiempo lo habrían llenado de una dulce melancolía, capaz de generar un estado creativo y de inspiración superior. Una partitura hubiera brotado en su interior con esas imágenes, pero ahora, era un simple conductor, en una carretera desolada, acompañado apenas por sus recuerdos. Recuerdos que machacaban su cabeza hasta atormentarlo y convertirlo en una persona suspendida en el tiempo sin capacidad de respuesta. Solo respondía a un impulso automático, obedeciendo una promesa.

Hizo un esfuerzo enorme y miro más allá del cristal del auto y pudo ver que la vida transcurría sin ningún cambio. El lento devenir de lo cotidiano era ajeno a su estado de ánimo.  Un camión destartalado echaba nubes de combustible mal quemado a través del caño de escape, para poder vencer una pequeña cuesta en la colectora de tierra, mientras su dulce carga de peras y manzanas, hacia equilibrio para no caer a la vera del camino. Como abejas desesperadas un grupo de niños corrían detrás del camión, a la espera de que algún fruto providencial cediera al bamboleo, como para dar algún premio a tanta carrera. Camiones con carga de madera, otros con combustible. La ruta 22 era una arteria de vida solo que él era un ente inmune a ese vergel del otoño. Iba a detenerse en Neuquén a cargar, otra vez, combustible. De ahí directo a Piedra del Águila donde iba a pasar la noche.


Cuando llegó a la posada ya había anochecido. Mientras le tomaban los datos para alojarse, un par de niños se acercaron a su auto mientras jugaban con una pelota. El cristal no se rompió, pero el pelotazo fue lo suficientemente fuerte como para activar la alarma. Uno de los niños salió despavorido, mientras que el otro se acercó a tomar la pelota y miro por la ventanilla.

-No se preocupe, seguro que son los hijos de la empleada que nos ayuda con la limpieza. Mire que es grande la Patagonia, pero siempre vienen a joder con la pelota al estacionamiento.

A pesar de la aclaración del dueño, salió rápido para el coche y el mocoso de la pelota lo interrogó como si nada.

-¿Qué es eso?

Apartó al nene de un empujón y terminó de sacar las cosas del auto. Cargando la mochila y la conservadora de alimentos, el niño lo siguió interrogando hasta la puerta de la cabaña.

-Ya no tenés la paciencia de antes. -La escuchó y meneó la cabeza-. Yo era más hábil para esos menesteres.

_ ¿Qué es eso, qué es eso?

Se detuvo y de forma brusca le quitó la pelota al niño y la arrojo con violencia a la oscuridad de la estepa patagónica.

_ ¡Esa es mi vida entera, no me molestes más!

_ ¡Juajua! Parece que hizo bien poco.

_ ¡Ramoncito! Vaya para las casas o le voy a dar una buena paliza. ¡Atrevido! Disculpe Don, pero desde que mi marido nos abandonó está hecho un desastre.

_ ¿Ves que todo tiene una explicación? Más cuando se trata de niños. -Su voz era suave como siempre-¡Sabés que me tenés que dejar ir!

Por la mañana temprano preparó el desayuno y mientras tomaba unos mates, observó el amanecer de la estepa. Tenía casi 330 kilómetros hasta llegar al Bolsón, pero el trayecto era en muchas partes sinuoso, bien de montaña. Quería llegar temprano al camping para poder registrarse y hacer el ascenso. El Cajón del Azul era el lugar.

En Bariloche paró a comprar unos chocolates y llenar el tremo para preparar café. Si todo iba bien al medio día, tal vez, podía ya estar rumbo al destino elegido.

_ En esta época del año hace más frío. Vas a estar muy ajustado con los tiempos para volver.

Nunca la pudo engañar, lo conocía demasiado

_ ¡Sabés que me tenés que dejar ir!

Si sufría algún bloqueo creativo, si la música no aparecía en la partitura, ella tenía la llave para abrir el cerrojo de su alma. Siempre. Como aquella vez en París, que tenía un plazo específico para entregar la obra. Nunca había trabajado de esa manera, pero el director de la Ópera había pedido una obra especial para celebrar la reapertura del teatro luego de unas refacciones. Y él había sido el elegido. Cuando todo parecía perdido y el plazo de entrega estaba por devorarlo, aparecía la palabra justa, el paseo perfecto. La mirada que lo anclaba a la realidad. 


Llevaba ya una hora de ascenso haciendo equilibrio con la pequeña mochila en la espalda donde llevaba el agua y los 2000 gramos en su mano derecha. Cuando en el crematorio le entregaron las cenizas, tal vez para descomprimir la situación, el empleado le dio ese dato.

_ 2000 gramos. Ese es el peso, en cenizas, de una persona. Dicen que el hombre más obeso del mundo, apenas sobrepasó ese peso en 400 gramos.

Todavía tenía grabada la mueca del empleado cuando le tendió el paquete.  Toda una vida reducida a una simple medida, pero imposible que eso fuera cierto. El cáncer había hecho estragos en el cuerpo de ella. Tal vez hubiera reducido todos a apenas 1000 gramos. Lo que nunca pudo llevarse fue su fortaleza mental y claridad de pensamiento. Se sentía culpable por esa actitud que le dispensó hasta su último aliento. ¡Él era débil!

-Me tenés que dejar ir.

Dio otro sorbo de agua y siguió con la caminata. Seguro que apenas pesaba 1000 gramos. Con cada paso que daba sentía la bolsa más ligera en su mano derecha, como anunciándole de forma inexorable que la despedida era inminente. El sol de las cuatro de la tarde se filtraba, tenue, por el follaje otoñal y todavía no había llegado. El frío comenzaba a hacerse sentir, apuró el paso y tomó el agua que le restaba. 

A las cinco de la tarde los últimos reflejos perezosos del atardecer, todavía se dibujaban sobre la superficie del agua, que con un tono turquesa más fuerte que lo habitual, le marcaban el lugar donde debía esparcir los restos. Sintió los ojos húmedos.

_Llegamos. Sabés lo que tenés que hacer, no hay mucho tiempo más. Si no comenzás con el regreso, el frío será demasiado para vos. ¡Tenés que dejarme ir!

_ ¡No puedo!, no puedo. Fuiste más que mi otra mitad.

_ Tirá las cenizas al agua. ¡Tenés que dejarme ir!

El viento suave desparramó las cenizas como una lluvia de vida suspendida, dejando un tizne en la superficie que se confundía con los turquesas del agua y por unos instantes creyó ver su rostro con esa sonrisa que tanto lo confortaba.

_ ¡Tenés que dejarme ir!

Se recostó en la pequeña playa de arena volcánica y el atardecer del cielo se le quedó impregnado en las retinas.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Comentarios

Entradas populares de este blog

Mendieta

Numen

La mirada